Eran las cuatro de la madrugada cuando Raúl abrió
los ojos, todavía faltaban tres horas para que suene la alarma del despertador,
pero ya no tenía sueño, así que decidió levantarse. Corrió las sábanas y
frazadas hacia un costado, se incorporó buscando el vaso con agua que estaba en
su mesa de luz, tomó dos sorbos, y luego colocó los pies fuera de la cama,
cayendo justo en las dos pantuflas perfectamente alineadas, entonces llevó su
cansado cuerpo hacia delante, y estirando las rodillas se puso de pie. Se
vistió con la ropa del día anterior que colgaba de la silla de mimbre y salió de
la habitación rumbo hacia la cocina para hacerse un té. Mientras bajaba la
antigua escalera caracol de la enorme casa, pensó que tal vez era
exageradamente temprano para estar levantado: afuera todavía estaba oscuro, ni
un solo pájaro cantaba, todo el resto de las habitaciones de la pensión estaban
cerradas y silenciosas, y el único sonido provenía del goteo intermitente de la
canilla de la cocina, que estrellaba sus pequeñas gotas contra el interior de
una taza llena de agua y restos de café, que seguramente alguno de sus
compañeros inquilinos había dejado “para lavar más tarde”.
Cuando encendió la luz de la cocina y llegó a las
hornallas, alguien metía la llave en la cerradura de la puerta principal. El
ruido que hicieron los engranajes viajó por el pasillo de entrada, que daba
directamente hacia la cocina, hasta Raúl, que de espaldas a la puerta, encendía
el primer fósforo. Él dio media vuelta, y vio que una figura media encorvada,
cubierta entre bufanda, gorro de lana y campera, luego de cerrar la puerta y
enderezarse, se le empezó a acercar con gran lentitud. Raúl se le quedó mirando
con los ojos entrecerrados por la falta que le hacían los anteojos que estaban
en el bolsillo de su camisa, pero que no se había percatado en ponerse, hasta
que el calor del fósforo que ardía en su mano derecha lo obligó a mirar sus dedos
y soltarlo.
— Buenas noches —dijo una voz suave de mujer a
través de toda la lana que la abrigaba.
— Bu… Bu… Buen día —tartamudeó Raúl, mientras se
llevaba el dedo quemado a la boca, sin esperar que tal voz saliera desde ahí
dentro.
La figura empezó a desenroscarse la bufanda, bajó
el cierre de la holgada campera, y se sacó el gorro, mientras Raúl, que había
notado que tenía los anteojos consigo, se los ponía, al tiempo que se dejaba ver
el rostro de una mujer que aparentaba entre unos sesenta o setenta años. Lo
primero que Raúl notó fueron sus ojos, eran del marrón más común del mundo,
pero en el fondo denotaban una sencillez tal, que lo dejaron unos segundos
callado, sin poder hacer más que mirarlos como si fuesen la clara respuesta a
algo que hasta ese momento, él no había necesitado preguntarse. La mujer dijo
algo, pero Raúl no la escuchó, estaba a penas saliendo de esos ojos para ver la
nariz, luego la boca, volvió a los ojos, algo le decían, algo importante, la
mujer los cerró y su mente volvió a la cocina.
—Perdón, ¿Qué me decía? —dijo Raúl tratando de
disimular su ausencia.
Ella volvió a abrir los ojos.
— No, nada, sólo le pregunté que qué hace a estas
horas levantado. Pensé que era la única de por acá que sufría de insomnio.
— Ah, no, yo… yo ya dormí y ahora me levanté para
desayunar.
— ¡¿Tan temprano?!
— Es que sí. Parece que con la edad, cada vez se duerme
menos.
— Sí, es verdad. Igual yo directamente no puedo
dormir, me gusta demasiado el silencio de la noche como para desperdiciarlo
durmiendo.
¿Va a hacer mate? —Preguntó señalando la caja de fósforos en la mano
izquierda de Raúl.
— Eh… No, iba a hacerme un té, no suelo tomar mate cuando
recién me levanto… ¿Quiere que le haga uno?
— Bueno, acepto, me vendría bien algo calentito,
afuera hace un frío terrible.
— Sí, lo noté… Perdone que le pregunte pero… ¿Usted
vive acá? Nunca la había visto.
— Sí, me mudé hace dos meses. Qué raro, yo tampoco
lo había visto a usted.
Con cara de “ni idea” Raúl se encogió
de hombros, abrió la caja y encendió el segundo fósforo, lo acercó a la
hornalla mientras giraba la perilla del gas, la hornalla prendió, levantó la
pava, notó que tenía agua suficiente, y la puso encima de la corona de fuego.
— ¿Qué té quiere? —Preguntó Raúl mientras abría la lata
donde se guardaban los saquitos.
— Cualquiera me da lo mismo, elija usted… podemos
usar el mismo saquito si quiere.
— Bueno, entonces… ¿un té verde está bien?
— Sí, sí, cualquiera…
Hubo un momento de silencio: con Raúl
poniendo atención en la pava que estaba en el fuego, y la mujer noctámbula sentada
detrás, en una de las cuatro sillas de la mesa ovalada de la cocina, mirando sus
propias manos que se apoyaban con los dedos entrecruzados, encima de su falda. Él
carraspeó llevándose la mano a la boca, ella emitió una corta y suave risa, con
los labios cerrados y a la vez largando una exhalación por la nariz, como
riéndose de algo que acababa de reconocer, otro silencio, y volvió a reírse del
mismo modo.
— ¿Pasa algo? —preguntó Raúl mientras regulaba el
fuego.
— No nada, es que… sólo me pareció curioso que dos
personas se junten a tomar té a las cuatro y media de la mañana y ni siquiera
se hallan presentado. Y me acordé de algo tonto, una película que vi hace
tiempo en que dos personas se juntaban de vez en cuando, y nunca se dijeron
cómo se llamaban. No me haga caso, una bobada que me acordé y me dio risa.
— Ahora que lo menciona… creo que la vi… Bueno, se
podría llegar a decir que a veces las presentaciones no son tan importantes.
— Sí, puede ser. Pero estamos acostumbrados a saber
algo de los demás, por lo menos el nombre. ¿Cómo lo llamaría entonces si no sé
cómo se llama?
Raúl pensó un momento mientras
revisaba la pava, el agua ya casi estaba.
— Creo que no hubo inconveniente en dirigirnos la
palabra hasta ahora, pero si quiere saber, me llamo…
— No, no, no me diga —interrumpió ella— puede que
tenga razón, no creo que haya inconveniente en eso. Pero… ¿y saber a qué se
dedica uno?
— Es lo mismo. ¿Para qué? No creo que uno tenga
ganas de hablar de su trabajo, si al final las conversaciones tienen que ser
sobre lo que las personas que conversan comparten, o por lo menos entienden,
sino uno hablaría solo, y eso es puro monólogo.
— Bueno… puede ser. Pero... ¿y la edad?
Raúl estaba dispuesto a dar una
respuesta medianamente interesante a todas esas preguntas, no le importaba
saber demasiado esas cosas, pero sí quería seguir conversando. Apagó el fuego y
sirvió el agua.
— La edad es muy relativa… uno no se puede guiar por
los años que acumula, sino por el conocimiento a través de la experiencia que
cada uno adquiere. Alguien de diez años puede saber tanto como alguien de
treinta, si ese de treinta no tiene motivación para vivir o aprender cosas
nuevas —explicó Raúl mientras dejaba las dos tazas con té sobre la mesa.
— ¡Pero qué profundidad de conversación para estas
horas de la madrugada! —dijo ella divertida— ¿Y qué es, según su teoría, lo que
uno debería saber de la persona con la que está conversando?
En algún momento de su vida, él ya había tenido
esta conversación hacía muchos años con un amigo, en una de esa noches en que un
poco de vino los convertía en los filósofos de turno. Sabía la respuesta.
— Tal vez no se debería saber mucho, por ahí
solamente las ideas, pienso que son lo que a uno lo caracterizan como ser
humano y pensante. Porque su trabajo puede que no sea lo que la define, aunque
sí lo que hace por pasión, como por ejemplo un hobby; su nombre sólo es la
palabra que eligieron sus padres antes de que usted ni siquiera sepa que
existía, tan sólo para poder dirigirla entre otro grupo de personas, pero como
sólo somos dos en este momento, no es necesario; y la edad, como ya le dije, es
muy relativa, creo que hay más verdad en los ojos y en el rostro de uno que en
la fecha de nacimiento del documento. —dijo Raúl con un aire demasiado intelectual,
hasta para él, mientras se servía dos cucharadas de azúcar.
Ella se
quedó pensando un momento mientras recibía el saquito y la azucarera que Raúl
le pasaba.
— Creo que esta puede llegar a ser la conversación
más interesante que tuve con un extraño.
— Es que algunos… a veces… solamente somos el
reflejo de lo que tenemos en frente —soltó él, a la suerte de lo que sea que
pudiese pasar.
— ¡Ah, pero con piropo y todo!
Raúl, en ese segundo, se sintió invencible. Ambos sonrieron
mientras se llevaban las tazas a la boca y a través de éstas se miraban, pero cuando
el otro le respondía clavaban la vista en la mesa. De a poco ese juego de
miradas fue perdiendo impulso e interés, haciendo que el silencio entre los dos
extraños se haga notar cada vez más. Raúl empezó a bostezar mientras que por
debajo de los lentes se barría con los dedos índices, alguna que otra lagaña que
le había quedado entre los ojos. Ella, con media sonrisa y ambos codos apoyados
sobre la mesa, sostenía su taza con las dos manos, luego con una, luego con la
otra, mientras turnaba la vista entre la acción quita-lagañas de su compañero y
el reloj que se alzaba alto en la pared de enfrente. Él, cuando terminó de
limpiar sus ojos y notó aquel silencio, empezó a sentirse incómodo, había extendido
toda una idea demasiado revolucionaria, pero gracias a eso se había quedado sin
posibles medios de interés. Había descartado la mayoría de potenciales
argumentos que los llevarían a una conversación, no muy interesante, pero sí
efectiva; y lo peor de todo, era que ella había estado de acuerdo. Ambos se
miraron, esperando que uno de los dos rescatase la situación, pero en vez de
eso, notaron que el sentimiento de incomodidad era mutuo, entonces comenzaron nuevamente
a reírse juntos, pero esta vez, cada vez más fuerte, cerrando de a poco los
ojos, y al abrirlos se miraban, y la risa volvía a estallar en una continua
retroalimentación de complicidad. Se sintieron unos tontos, pero acompañados,
se reían de ellos mismos, luego del otro, y de ambos, ella quiso decir algo
pero la risa no la dejó, él le respondió con todos los dientes a la vista, pero
tampoco se le entendió palabra alguna. Cuando el ataque de risa de a poco
terminaba, Raúl se levantó y señalando su taza le ofreció más té —“¿Otro?”.
Ella asintió. Él encendió el tercer fósforo, prendió la hornalla, cargó de más
agua la pava y la puso al fuego. La sonrisa en los dos continuaba, como un
nuevo rasgo físico implantado, estaba ahí, y no tenía la intención de
desaparecer.
Mientras el agua se calentaba ella se levantó sin
decir nada y se dirigió al baño, que estaba, saliendo de la cocina, hacia la
izquierda. Al medio minuto, cuando se escuchó el sonido del agua del inodoro
corriendo, él se acercó a la pava para ver cómo estaba el agua, no le faltaba
mucho, se sentó y esperó a que la mujer apareciera.
Ella empezó a decir algo antes de llegar al umbral
de la cocina y al atravesarlo sólo se le entendió: “¿… non nes con seía saber
cómo nos llamamos?”
— Perdón, no le entendí lo que dijo —aclaró él
mientras volvía a revisar la pava.
— Le preguntaba que si siendo vecinos, ¿no nos
convendría saber cómo nos llamamos…? No me malentienda, me divierte mucho esta
idea del anonimato, pero hay ciertos puntos en los que la falta de algunos
datos dificultarían el trato. Usted me entiende.
— Sí, por supuesto. Empecemos de cero entonces —Raúl
se le acercó con la mano extendida— mucho gusto, me llamo Raúl, pero me dicen
Ruly.
— Encantada, Raúl —respondió ella dándole su mano—
mi nombre es Sofía, pero mi dicen Sofi —dijo, queriendo disimular la risa escondida
detrás de sus labios.
— Qué lindo nombre, Sofía — lo repitió con los ojos
hacia arriba, como concentrado en el sonido que producía.
— Y Raúl… es bastante fuerte, como… RAÚL — explicó ella,
cerrando un puño y poniendo cara de rudeza.
Ambos rieron mientras se soltaban las manos. Raúl
fue a revisar la pava por tercera vez y última vez, el agua estaba hirviendo,
apagó el fuego y sirvió un nuevo saquito de té para las dos tazas, esta vez, en
la de ella primero.
Se sentaron en las mismas sillas enfrentadas, pero
esta vez las acercaron un poco más, como si los nombres hubiesen roto una
barrera imaginaria de confianza. Cada uno se sirvió sus cucharadas de azúcar e
intentó dar el primer sorbo, pero no pudieron tocar el agua con los labios, ya
que el vapor estaba demasiado caliente, entonces ambos dejaron las tazas a un
lado. Raúl volvió a mirar los ojos de Sofía, seguían atrapándolo como la
gravedad tironea a quien camina por el borde de un acantilado. Ella lo notó, y
también se le queda mirándolo, despertando un alerta en ambos.
Hay que tener valor para mirar a alguien tanto a
los ojos, porque nunca se sabe cuándo estos van a mirar hacia otro lado, o van
querer que los dejes en paz. Los dos valientes no se soltaban la vista, eso se había
vuelto una competencia, el primero que abandonara era porque tenía miedo,
porque se acobardaba de ser visto y desnudado, el duelo estaba ahí entre
pupilas que titilaban, y el resto del cuerpo no importaba, ninguno sabía dónde
estaban sus manos o sus piernas, todo lo que veían estaba viéndolos, y se
quedaban quietos y asustados de continuar mirando, pero seguían como lo hace la
liebre cuando es encandilada por los faroles de un auto. Por fin un ruido en el
baño de arriba los desconcentró, y miraron hacia abajo, sintiendo vergüenza. Vergüenza
de haber mirado por tanto tiempo, sin saber siquiera si el otro quería que lo
mirara, “¿y si piensa que soy un idiota?” “¿y si piensa que soy una
cualquiera?” “seguro que se me quedó mirando para ser condescendiente” “pero se
me quedó mirando, eso lo hace cómplice”. Las risas no valían en ese momento, no
sabían quién iba a ser el próximo que levantara la vista. De a poco, al mismo
tiempo que el otro, empezaron a subir un poco la cabeza y ver sus tazas, las
tocaron, seguían calientes, se veían de reojo y notaban la sincronicidad de sus
movimientos, uno y al mismo tiempo el otro, acomodaron sus posturas, movieron
sus hombros, y buscaron el movimiento más natural para volver a verse.
— Tengo 71 años, soy jubilado, fui piloto en varias
empresas de mensajería y alguna que otra aerolínea. Me gusta ver películas
europeas y hacer aviones a escala. Nunca me casé, pero tengo un hijo, es grande
ya, él vive en La Plata ,
es panadero, su madre y yo fuimos novios mucho tiempo, pero nos peleábamos bastante,
así que nos separamos cuando él tenía dos años. Mi pasión es la geografía,
colecciono mapas de todo el mundo. —dijo Raúl mientras quitaba los ojos de su
taza y los posaba en la cabeza gacha de Sofía, queriendo de alguna forma romper
todas las barreras imaginarias que existían.
— Yo tengo 65 años. Tengo una galería de arte en
el centro. Todos quieren que me jubile pero yo no quiero. Me encanta pintar y
escuchar música de los cincuenta. Soy divorciada, estuve casada,
lamentablemente, 22 espantosos años, y tengo dos hijas. Una es maestra
jardinera y la otra fotógrafa. Siempre quise ser una gran artista plástica,
pero nunca me animé a pasar hambre. Precisamente por eso me casé —declaró
mientras alzaba la cabeza y se encontraba con la mirada atenta de él.
Se quedaron serios un momento mientras tocaban sus
tazas por tercera vez, ahora sí el té era accesible, pero no tenían cosas que
agregarle a los datos que el otro había declarado. Tenían la intensión de
construir un puente seguro, pero ya habían cruzado tantas veces nadando, que no
sabían qué hacer con él. Cada uno, sin decir nada, tomaba de su taza.
Tan sólo habían pasado poco más de un minuto desde
que se había iniciado el último silencio, pero en esa situación de extraños
queriendo, esta vez, en una curiosa necesidad, romper las invisibles barreras
que los llevarían a un trato más íntimo, un minuto de silencio en una casa
inmensa que comenzaba a despertar, entre dos vecinos de quienes se supone
podrían haber intercambiado tantos comentarios sobre el clima, en innumerable
cantidad de ocasiones, pero que justo llegan a conocerse en una madrugada de
invierno, compartiendo teorías inusuales y saquitos de té, intercambiando
miradas por más del tiempo estipulado, un lento minuto, en esa cocina que
parecía atemporal, pero que no faltaba mucho para que la realidad le llegara
como un baldazo de agua helada, un minuto, un simple minuto, era demasiado.
Hasta que, con un ruido comparablemente aturdidor, Sofía corrió su silla hacia
atrás y se puso de pie. Ella ya había terminado su té y se disponía a lavar su
taza, y hasta tal vez, en un codificado lenguaje, dar por terminada la velada
por miedo a arruinarla, no era posible que pueda soportar otro de esos
silencios. Además quería irse a su habitación a escribir en su cuaderno de tapa
bordó, en ese que siempre esparcía catarsis sentimentales, sobre el estado actual
de, como a ella le gustaba decirle, su salud emocional; esta vez, con el nombre
“Raúl” entre sus párrafos de tinta violeta, verde y azul.
— Me va a tener que disculpar, pero me tengo que ir…
a dormir un poco —dijo Sofía con las manos en la pileta del lavatorio, de
espaldas a Raúl—, es que dentro de un rato tengo que ir a abrir la galería.
— Sí, por supuesto que la disculpo —contestó Raúl,
que intentando decodificar la acción de Sofía, se reprochaba que seguro por su
culpa ella se iba, mientras con torpeza se levantaba de su silla.
— Buenos días, Raúl —se despidió apurada, mientras
se quitaba el agua de las manos sacudiéndolas en el aire.
— Buenas noches, Sofía —dijo él desconcertado por su
prisa, saludando con una rápida reverencia de cabeza, a la que ella respondió
con una extendida sonrisa.
Ella cruzó el umbral de la cocina, y Raúl se dejó
caer pensativo sobre su silla. Se empezó a echar la culpa de todo, auto-reprochándose
desde el primer momento en el que se le quedó mirándola, pasando por su estúpida
teoría, por la contradicción de lo que él mismo respaldaba al dar datos de su
vida, hasta llegar a ese y último silencio, en el que él estaba armándose de
valor para decirle lo que había pensado esa primera vez, en que le miró esos
ojos del marrón más común del mundo. Él, simplemente, estaba buscando las
palabras correctas para contarle sobre ese mensaje oculto, esa respuesta escondida
que él creyó percibir en esa sencillez, cuando ella, de súbito arrebato, se
levantó de esa bendita silla y salió por ese maldito umbral, rompiendo la
atemporalidad del momento, en el que él estaba queriéndose animar, a abrirse del
todo.
Cerró los ojos con fuerza y sacudió su cabeza para
callar sus propias voces, lo que había hecho, hecho estaba, tenía que empezar a
contar desde ahora. Cuando finalmente su mente le hizo caso y se calló, sintió
un nuevo impulso naciéndole desde el pecho, como si una vez más el control
dependiese de él, entonces se levantó decidido, no sabía específicamente a qué,
pero decidido al fin.
Dejó su taza sucia en la pileta de la cocina y
giró sobre sí mismo, para ir hacia el pie de la escalera, a esperar a que Sofía
bajase, y cuando la vea decirle todo esto de lo que empezaba a sentirse parte.
Hablarle de sus ojos, de la simplicidad que había visto escondida en el fondo, de
lo detalles que había guardado mientras la observaba tomar té, de lo que sentía
cuando ella sonreía, ¡y qué sonrisa!, de su interés por saber más sobre su
vida, de que nunca antes había disfrutado de la incomodidad del silencio, que
lo disculpara por lo que sea que había provocado que se fuera, que él no quería que
se vaya así nomás que había algo, no sabía qué, pero había algo, él lo había
sentido rugir en su estómago, lo había sentido correr a la velocidad de su
sistema sanguíneo, una sensación, y no quería decir que fuese amor, porque no
le gustaba la cursilería de esa palabra, pero era algo hermoso, algo que hacía
extrañarla, y que ya sabía que era tonto extrañar a alguien que uno acaba de
conocer, pero eso era lo que pasaba, la extrañaba desde el segundo en que cruzó
ese umbral, y que quería, no sabía si ella también, pero él quería compartir
más momentos de esos, quería volver a experimentar esa sensación, porque ya era
viejo y no tenía más excusas para seguir postergando su propia felicidad, y blaablaablaa…
y sí, eso, que se dio cuenta de que él era feliz con ella, se sentía feliz
cuando ella estaba, le hablara o no le hablara, y que juraba por todos los
santos que él percibió algo de eso en ella, que por favor le sea sincero, si en
verdad ella sintió algo de lo que él le decía… y si no era así… bueno, que se
disculpaba por hacerle pasar este rato, que pensó que ella también… pero sino,
bueno, que… que lo disculpe nuevamente, no quería incomodarla, es que él creyó
que… no importaba. Pensó todo ese discurso mientras aún caminaba por las baldosas
amarillas de la cocina, dirigiéndose al pie de aquella escalera, por donde ella
de seguro tenía que pasar, pensó todo eso, cuando todavía su último talón
cruzaba el umbral. Y ahí estaba Sofía, que nunca se había ido, que estaba
apoyada al lado de la entrada del baño, esperándolo con la mirada hacia abajo,
como aguardando a que él saliera de ahí y la viera, la salude, y ella pueda, con
una de esas sonrisas, levantar la vista, mirarlo fijamente a los ojos, a esos
que ella pensaba estaban pintados del verde más inusual del mundo, y decirle
que sabía que había visto algo, en el instante en que se iba, surgiendo a la
superficie de todo ese verde. Eso que supo, era la confundida pregunta, que
hasta esa madrugada, ella nunca se había animado a contestar.
-Marcos
Ariel-