lunes, 1 de abril de 2013

ESPEJOSOJEPSE


                                                                                       


Eran las cuatro de la madrugada cuando Raúl abrió los ojos, todavía faltaban tres horas para que suene la alarma del despertador, pero ya no tenía sueño, así que decidió levantarse. Corrió las sábanas y frazadas hacia un costado, se incorporó buscando el vaso con agua que estaba en su mesa de luz, tomó dos sorbos, y luego colocó los pies fuera de la cama, cayendo justo en las dos pantuflas perfectamente alineadas, entonces llevó su cansado cuerpo hacia delante, y estirando las rodillas se puso de pie. Se vistió con la ropa del día anterior que colgaba de la silla de mimbre y salió de la habitación rumbo hacia la cocina para hacerse un té. Mientras bajaba la antigua escalera caracol de la enorme casa, pensó que tal vez era exageradamente temprano para estar levantado: afuera todavía estaba oscuro, ni un solo pájaro cantaba, todo el resto de las habitaciones de la pensión estaban cerradas y silenciosas, y el único sonido provenía del goteo intermitente de la canilla de la cocina, que estrellaba sus pequeñas gotas contra el interior de una taza llena de agua y restos de café, que seguramente alguno de sus compañeros inquilinos había dejado “para lavar más tarde”.
Cuando encendió la luz de la cocina y llegó a las hornallas, alguien metía la llave en la cerradura de la puerta principal. El ruido que hicieron los engranajes viajó por el pasillo de entrada, que daba directamente hacia la cocina, hasta Raúl, que de espaldas a la puerta, encendía el primer fósforo. Él dio media vuelta, y vio que una figura media encorvada, cubierta entre bufanda, gorro de lana y campera, luego de cerrar la puerta y enderezarse, se le empezó a acercar con gran lentitud. Raúl se le quedó mirando con los ojos entrecerrados por la falta que le hacían los anteojos que estaban en el bolsillo de su camisa, pero que no se había percatado en ponerse, hasta que el calor del fósforo que ardía en su mano derecha lo obligó a mirar sus dedos y soltarlo.

— Buenas noches —dijo una voz suave de mujer a través de toda la lana que la abrigaba.
— Bu… Bu… Buen día —tartamudeó Raúl, mientras se llevaba el dedo quemado a la boca, sin esperar que tal voz saliera desde ahí dentro.

La figura empezó a desenroscarse la bufanda, bajó el cierre de la holgada campera, y se sacó el gorro, mientras Raúl, que había notado que tenía los anteojos consigo, se los ponía, al tiempo que se dejaba ver el rostro de una mujer que aparentaba entre unos sesenta o setenta años. Lo primero que Raúl notó fueron sus ojos, eran del marrón más común del mundo, pero en el fondo denotaban una sencillez tal, que lo dejaron unos segundos callado, sin poder hacer más que mirarlos como si fuesen la clara respuesta a algo que hasta ese momento, él no había necesitado preguntarse. La mujer dijo algo, pero Raúl no la escuchó, estaba a penas saliendo de esos ojos para ver la nariz, luego la boca, volvió a los ojos, algo le decían, algo importante, la mujer los cerró y su mente volvió a la cocina.

—Perdón, ¿Qué me decía? —dijo Raúl tratando de disimular su ausencia.

Ella volvió a abrir los ojos.

— No, nada, sólo le pregunté que qué hace a estas horas levantado. Pensé que era la única de por acá     que sufría de insomnio.
— Ah, no, yo… yo ya dormí y ahora me levanté para desayunar.
— ¡¿Tan temprano?!
    Es que sí. Parece que con la edad, cada vez se duerme menos.
    Sí, es verdad. Igual yo directamente no puedo dormir, me gusta demasiado el silencio de la noche como para desperdiciarlo durmiendo.
     ¿Va a hacer mate? —Preguntó señalando la caja de fósforos en la mano izquierda de Raúl.
    Eh… No, iba a hacerme un té, no suelo tomar mate cuando recién me levanto… ¿Quiere que le haga uno?
    Bueno, acepto, me vendría bien algo calentito, afuera hace un frío terrible.
    Sí, lo noté… Perdone que le pregunte pero… ¿Usted vive acá? Nunca la había visto.
    Sí, me mudé hace dos meses. Qué raro, yo tampoco lo había visto a usted.

Con cara de “ni idea” Raúl se encogió de hombros, abrió la caja y encendió el segundo fósforo, lo acercó a la hornalla mientras giraba la perilla del gas, la hornalla prendió, levantó la pava, notó que tenía agua suficiente, y la puso encima de la corona de fuego.

    ¿Qué té quiere? —Preguntó Raúl mientras abría la lata donde se guardaban los saquitos.
    Cualquiera me da lo mismo, elija usted… podemos usar el mismo saquito si quiere.
    Bueno, entonces… ¿un té verde está bien?
    Sí, sí, cualquiera…

Hubo un momento de silencio: con Raúl poniendo atención en la pava que estaba en el fuego, y la mujer noctámbula sentada detrás, en una de las cuatro sillas de la mesa ovalada de la cocina, mirando sus propias manos que se apoyaban con los dedos entrecruzados, encima de su falda. Él carraspeó llevándose la mano a la boca, ella emitió una corta y suave risa, con los labios cerrados y a la vez largando una exhalación por la nariz, como riéndose de algo que acababa de reconocer, otro silencio, y volvió a reírse del mismo modo.

    ¿Pasa algo? —preguntó Raúl mientras regulaba el fuego.
    No nada, es que… sólo me pareció curioso que dos personas se junten a tomar té a las cuatro y media de la mañana y ni siquiera se hallan presentado. Y me acordé de algo tonto, una película que vi hace tiempo en que dos personas se juntaban de vez en cuando, y nunca se dijeron cómo se llamaban. No me haga caso, una bobada que me acordé y me dio risa.
  Ahora que lo menciona… creo que la vi… Bueno, se podría llegar a decir que a veces las presentaciones no son tan importantes.
    Sí, puede ser. Pero estamos acostumbrados a saber algo de los demás, por lo menos el nombre. ¿Cómo lo llamaría entonces si no sé cómo se llama?

Raúl pensó un momento mientras revisaba la pava, el agua ya casi estaba.

   Creo que no hubo inconveniente en dirigirnos la palabra hasta ahora, pero si quiere saber, me llamo…
   No, no, no me diga —interrumpió ella— puede que tenga razón, no creo que haya inconveniente en eso. Pero… ¿y saber a qué se dedica uno?
 Es lo mismo. ¿Para qué? No creo que uno tenga ganas de hablar de su trabajo, si al final las conversaciones tienen que ser sobre lo que las personas que conversan comparten, o por lo menos entienden, sino uno hablaría solo, y eso es puro monólogo.
    Bueno… puede ser. Pero... ¿y la edad?

Raúl estaba dispuesto a dar una respuesta medianamente interesante a todas esas preguntas, no le importaba saber demasiado esas cosas, pero sí quería seguir conversando. Apagó el fuego y sirvió el agua.

    La edad es muy relativa… uno no se puede guiar por los años que acumula, sino por el conocimiento a través de la experiencia que cada uno adquiere. Alguien de diez años puede saber tanto como alguien de treinta, si ese de treinta no tiene motivación para vivir o aprender cosas nuevas —explicó Raúl mientras dejaba las dos tazas con té sobre la mesa.
    ¡Pero qué profundidad de conversación para estas horas de la madrugada! —dijo ella divertida— ¿Y qué es, según su teoría, lo que uno debería saber de la persona con la que está conversando?

En algún momento de su vida, él ya había tenido esta conversación hacía muchos años con un amigo, en una de esa noches en que un poco de vino los convertía en los filósofos de turno. Sabía la respuesta.

  Tal vez no se debería saber mucho, por ahí solamente las ideas, pienso que son lo que a uno lo caracterizan como ser humano y pensante. Porque su trabajo puede que no sea lo que la define, aunque sí lo que hace por pasión, como por ejemplo un hobby; su nombre sólo es la palabra que eligieron sus padres antes de que usted ni siquiera sepa que existía, tan sólo para poder dirigirla entre otro grupo de personas, pero como sólo somos dos en este momento, no es necesario; y la edad, como ya le dije, es muy relativa, creo que hay más verdad en los ojos y en el rostro de uno que en la fecha de nacimiento del documento. —dijo Raúl con un aire demasiado intelectual, hasta para él, mientras se servía dos cucharadas de azúcar.

 Ella se quedó pensando un momento mientras recibía el saquito y la azucarera que Raúl le pasaba.

    Creo que esta puede llegar a ser la conversación más interesante que tuve con un extraño.
    Es que algunos… a veces… solamente somos el reflejo de lo que tenemos en frente —soltó él, a la suerte de lo que sea que pudiese pasar.
    ¡Ah, pero con piropo y todo!

Raúl, en ese segundo, se sintió invencible. Ambos sonrieron mientras se llevaban las tazas a la boca y a través de éstas se miraban, pero cuando el otro le respondía clavaban la vista en la mesa. De a poco ese juego de miradas fue perdiendo impulso e interés, haciendo que el silencio entre los dos extraños se haga notar cada vez más. Raúl empezó a bostezar mientras que por debajo de los lentes se barría con los dedos índices, alguna que otra lagaña que le había quedado entre los ojos. Ella, con media sonrisa y ambos codos apoyados sobre la mesa, sostenía su taza con las dos manos, luego con una, luego con la otra, mientras turnaba la vista entre la acción quita-lagañas de su compañero y el reloj que se alzaba alto en la pared de enfrente. Él, cuando terminó de limpiar sus ojos y notó aquel silencio, empezó a sentirse incómodo, había extendido toda una idea demasiado revolucionaria, pero gracias a eso se había quedado sin posibles medios de interés. Había descartado la mayoría de potenciales argumentos que los llevarían a una conversación, no muy interesante, pero sí efectiva; y lo peor de todo, era que ella había estado de acuerdo. Ambos se miraron, esperando que uno de los dos rescatase la situación, pero en vez de eso, notaron que el sentimiento de incomodidad era mutuo, entonces comenzaron nuevamente a reírse juntos, pero esta vez, cada vez más fuerte, cerrando de a poco los ojos, y al abrirlos se miraban, y la risa volvía a estallar en una continua retroalimentación de complicidad. Se sintieron unos tontos, pero acompañados, se reían de ellos mismos, luego del otro, y de ambos, ella quiso decir algo pero la risa no la dejó, él le respondió con todos los dientes a la vista, pero tampoco se le entendió palabra alguna. Cuando el ataque de risa de a poco terminaba, Raúl se levantó y señalando su taza le ofreció más té —“¿Otro?”. Ella asintió. Él encendió el tercer fósforo, prendió la hornalla, cargó de más agua la pava y la puso al fuego. La sonrisa en los dos continuaba, como un nuevo rasgo físico implantado, estaba ahí, y no tenía la intención de desaparecer.
Mientras el agua se calentaba ella se levantó sin decir nada y se dirigió al baño, que estaba, saliendo de la cocina, hacia la izquierda. Al medio minuto, cuando se escuchó el sonido del agua del inodoro corriendo, él se acercó a la pava para ver cómo estaba el agua, no le faltaba mucho, se sentó y esperó a que la mujer apareciera.
Ella empezó a decir algo antes de llegar al umbral de la cocina y al atravesarlo sólo se le entendió: “¿… non  nes con seía saber cómo nos llamamos?”

    Perdón, no le entendí lo que dijo —aclaró él mientras volvía a revisar la pava.
  Le preguntaba que si siendo vecinos, ¿no nos convendría saber cómo nos llamamos…? No me malentienda, me divierte mucho esta idea del anonimato, pero hay ciertos puntos en los que la falta de algunos datos dificultarían el trato. Usted me entiende.
  Sí, por supuesto. Empecemos de cero entonces —Raúl se le acercó con la mano extendida— mucho gusto, me llamo Raúl, pero me dicen Ruly.
   Encantada, Raúl —respondió ella dándole su mano— mi nombre es Sofía, pero mi dicen Sofi —dijo, queriendo disimular la risa escondida detrás de sus labios.
  Qué lindo nombre, Sofía — lo repitió con los ojos hacia arriba, como concentrado en el sonido que producía.
  Y Raúl… es bastante fuerte, como… RAÚL — explicó ella, cerrando un puño y poniendo cara de rudeza.

Ambos rieron mientras se soltaban las manos. Raúl fue a revisar la pava por tercera vez y última vez, el agua estaba hirviendo, apagó el fuego y sirvió un nuevo saquito de té para las dos tazas, esta vez, en la de ella primero.
Se sentaron en las mismas sillas enfrentadas, pero esta vez las acercaron un poco más, como si los nombres hubiesen roto una barrera imaginaria de confianza. Cada uno se sirvió sus cucharadas de azúcar e intentó dar el primer sorbo, pero no pudieron tocar el agua con los labios, ya que el vapor estaba demasiado caliente, entonces ambos dejaron las tazas a un lado. Raúl volvió a mirar los ojos de Sofía, seguían atrapándolo como la gravedad tironea a quien camina por el borde de un acantilado. Ella lo notó, y también se le queda mirándolo, despertando un alerta en ambos.
Hay que tener valor para mirar a alguien tanto a los ojos, porque nunca se sabe cuándo estos van a mirar hacia otro lado, o van querer que los dejes en paz. Los dos valientes no se soltaban la vista, eso se había vuelto una competencia, el primero que abandonara era porque tenía miedo, porque se acobardaba de ser visto y desnudado, el duelo estaba ahí entre pupilas que titilaban, y el resto del cuerpo no importaba, ninguno sabía dónde estaban sus manos o sus piernas, todo lo que veían estaba viéndolos, y se quedaban quietos y asustados de continuar mirando, pero seguían como lo hace la liebre cuando es encandilada por los faroles de un auto. Por fin un ruido en el baño de arriba los desconcentró, y miraron hacia abajo, sintiendo vergüenza. Vergüenza de haber mirado por tanto tiempo, sin saber siquiera si el otro quería que lo mirara, “¿y si piensa que soy un idiota?” “¿y si piensa que soy una cualquiera?” “seguro que se me quedó mirando para ser condescendiente” “pero se me quedó mirando, eso lo hace cómplice”. Las risas no valían en ese momento, no sabían quién iba a ser el próximo que levantara la vista. De a poco, al mismo tiempo que el otro, empezaron a subir un poco la cabeza y ver sus tazas, las tocaron, seguían calientes, se veían de reojo y notaban la sincronicidad de sus movimientos, uno y al mismo tiempo el otro, acomodaron sus posturas, movieron sus hombros, y buscaron el movimiento más natural para volver a verse.

— Tengo 71 años, soy jubilado, fui piloto en varias empresas de mensajería y alguna que otra aerolínea. Me gusta ver películas europeas y hacer aviones a escala. Nunca me casé, pero tengo un hijo, es grande ya, él vive en La Plata, es panadero, su madre y yo fuimos novios mucho tiempo, pero nos peleábamos bastante, así que nos separamos cuando él tenía dos años. Mi pasión es la geografía, colecciono mapas de todo el mundo. —dijo Raúl mientras quitaba los ojos de su taza y los posaba en la cabeza gacha de Sofía, queriendo de alguna forma romper todas las barreras imaginarias que existían.


— Yo tengo 65 años. Tengo una galería de arte en el centro. Todos quieren que me jubile pero yo no quiero. Me encanta pintar y escuchar música de los cincuenta. Soy divorciada, estuve casada, lamentablemente, 22 espantosos años, y tengo dos hijas. Una es maestra jardinera y la otra fotógrafa. Siempre quise ser una gran artista plástica, pero nunca me animé a pasar hambre. Precisamente por eso me casé —declaró mientras alzaba la cabeza y se encontraba con la mirada atenta de él.

Se quedaron serios un momento mientras tocaban sus tazas por tercera vez, ahora sí el té era accesible, pero no tenían cosas que agregarle a los datos que el otro había declarado. Tenían la intensión de construir un puente seguro, pero ya habían cruzado tantas veces nadando, que no sabían qué hacer con él. Cada uno, sin decir nada, tomaba de su taza.

Tan sólo habían pasado poco más de un minuto desde que se había iniciado el último silencio, pero en esa situación de extraños queriendo, esta vez, en una curiosa necesidad, romper las invisibles barreras que los llevarían a un trato más íntimo, un minuto de silencio en una casa inmensa que comenzaba a despertar, entre dos vecinos de quienes se supone podrían haber intercambiado tantos comentarios sobre el clima, en innumerable cantidad de ocasiones, pero que justo llegan a conocerse en una madrugada de invierno, compartiendo teorías inusuales y saquitos de té, intercambiando miradas por más del tiempo estipulado, un lento minuto, en esa cocina que parecía atemporal, pero que no faltaba mucho para que la realidad le llegara como un baldazo de agua helada, un minuto, un simple minuto, era demasiado. Hasta que, con un ruido comparablemente aturdidor, Sofía corrió su silla hacia atrás y se puso de pie. Ella ya había terminado su té y se disponía a lavar su taza, y hasta tal vez, en un codificado lenguaje, dar por terminada la velada por miedo a arruinarla, no era posible que pueda soportar otro de esos silencios. Además quería irse a su habitación a escribir en su cuaderno de tapa bordó, en ese que siempre esparcía catarsis sentimentales, sobre el estado actual de, como a ella le gustaba decirle, su salud emocional; esta vez, con el nombre “Raúl” entre sus párrafos de tinta violeta, verde y azul.

    Me va a tener que disculpar, pero me tengo que ir… a dormir un poco —dijo Sofía con las manos en la pileta del lavatorio, de espaldas a Raúl—, es que dentro de un rato tengo que ir a abrir la galería.
    Sí, por supuesto que la disculpo —contestó Raúl, que intentando decodificar la acción de Sofía, se reprochaba que seguro por su culpa ella se iba, mientras con torpeza se levantaba de su silla.
    Buenos días, Raúl —se despidió apurada, mientras se quitaba el agua de las manos sacudiéndolas en el aire.
    Buenas noches, Sofía —dijo él desconcertado por su prisa, saludando con una rápida reverencia de cabeza, a la que ella respondió con una extendida sonrisa.

Ella cruzó el umbral de la cocina, y Raúl se dejó caer pensativo sobre su silla. Se empezó a echar la culpa de todo, auto-reprochándose desde el primer momento en el que se le quedó mirándola, pasando por su estúpida teoría, por la contradicción de lo que él mismo respaldaba al dar datos de su vida, hasta llegar a ese y último silencio, en el que él estaba armándose de valor para decirle lo que había pensado esa primera vez, en que le miró esos ojos del marrón más común del mundo. Él, simplemente, estaba buscando las palabras correctas para contarle sobre ese mensaje oculto, esa respuesta escondida que él creyó percibir en esa sencillez, cuando ella, de súbito arrebato, se levantó de esa bendita silla y salió por ese maldito umbral, rompiendo la atemporalidad del momento, en el que él estaba queriéndose animar, a abrirse del todo.
Cerró los ojos con fuerza y sacudió su cabeza para callar sus propias voces, lo que había hecho, hecho estaba, tenía que empezar a contar desde ahora. Cuando finalmente su mente le hizo caso y se calló, sintió un nuevo impulso naciéndole desde el pecho, como si una vez más el control dependiese de él, entonces se levantó decidido, no sabía específicamente a qué, pero decidido al fin.
Dejó su taza sucia en la pileta de la cocina y giró sobre sí mismo, para ir hacia el pie de la escalera, a esperar a que Sofía bajase, y cuando la vea decirle todo esto de lo que empezaba a sentirse parte. Hablarle de sus ojos, de la simplicidad que había visto escondida en el fondo, de lo detalles que había guardado mientras la observaba tomar té, de lo que sentía cuando ella sonreía, ¡y qué sonrisa!, de su interés por saber más sobre su vida, de que nunca antes había disfrutado de la incomodidad del silencio, que lo disculpara por lo que sea que había  provocado que se fuera, que él no quería que se vaya así nomás  que había algo, no sabía qué, pero había algo, él lo había sentido rugir en su estómago, lo había sentido correr a la velocidad de su sistema sanguíneo, una sensación, y no quería decir que fuese amor, porque no le gustaba la cursilería de esa palabra, pero era algo hermoso, algo que hacía extrañarla, y que ya sabía que era tonto extrañar a alguien que uno acaba de conocer, pero eso era lo que pasaba, la extrañaba desde el segundo en que cruzó ese umbral, y que quería, no sabía si ella también, pero él quería compartir más momentos de esos, quería volver a experimentar esa sensación, porque ya era viejo y no tenía más excusas para seguir postergando su propia felicidad, y blaablaablaa… y sí, eso, que se dio cuenta de que él era feliz con ella, se sentía feliz cuando ella estaba, le hablara o no le hablara, y que juraba por todos los santos que él percibió algo de eso en ella, que por favor le sea sincero, si en verdad ella sintió algo de lo que él le decía… y si no era así… bueno, que se disculpaba por hacerle pasar este rato, que pensó que ella también… pero sino, bueno, que… que lo disculpe nuevamente, no quería incomodarla, es que él creyó que… no importaba. Pensó todo ese discurso mientras aún caminaba por las baldosas amarillas de la cocina, dirigiéndose al pie de aquella escalera, por donde ella de seguro tenía que pasar, pensó todo eso, cuando todavía su último talón cruzaba el umbral. Y ahí estaba Sofía, que nunca se había ido, que estaba apoyada al lado de la entrada del baño, esperándolo con la mirada hacia abajo, como aguardando a que él saliera de ahí y la viera, la salude, y ella pueda, con una de esas sonrisas, levantar la vista, mirarlo fijamente a los ojos, a esos que ella pensaba estaban pintados del verde más inusual del mundo, y decirle que sabía que había visto algo, en el instante en que se iba, surgiendo a la superficie de todo ese verde. Eso que supo, era la confundida pregunta, que hasta esa madrugada, ella nunca se había animado a contestar.


-Marcos Ariel-

lunes, 4 de marzo de 2013

No es excusa

No es excusa, pero esa noche no estaba de humor. Mi estado de ánimo estaba fuera de todo capricho, en donde la inventada cara de odio contra todo lo que se mueva y respire, se me pierde con alguna cosquilla o morisqueta que arruine el trance. Esa noche, mi cara de orto no era fingida.
Alguien que no sabía respetar esos momentos era Daniel: siempre me hacía gestos, caricias, comentarios, burlas y movimientos ridículos para sacarme de mi obstinada concentración. Si había algo que me molestaba más que sus intentos, era lo mal que me sentía las veces que se me escapaba a penas una sonrisa, porque eso me quitaba toda credibilidad para mis futuros malhumores, así que por orgullosa siempre intenté mantenerme intacta, retroalimentando mis más grises pensamientos. Pero esta vez no era necesario hacer fuerza para quedarme seria, realmente estaba enojada, pero aún así, cuando él percibió mi mal humor empezó a hacerme burla, el idiota me miraba fijo imitando mi cara y como veía que no me inmutaba hacía esa risita que detesto, mientras que yo deseaba que se ahogue con su propia lengua. A su tercer intento tuve que salir del departamento a tomar aire al pasillo por su propio bien, porque si le hubiese dejado seguir lo habría hecho atragantar con sus propios dientes. “¡Dios, pero qué bronca! ¿Cómo puede ser que estoy viviendo con un hombre tan idiota? Alguien que ignora completamente por lo estoy pasando, claro, como yo se las dejé pasar un par de veces ahora seguramente que es mi culpa… Carajo, pero tampoco es su culpa, él no entiende, nunca entendió… ¿Pendeja, por qué no te vas un poquito a la mierda? ¡¡AAAARRRGGHH!! ¡Mierda, mierda, mierda! Qué idiota… tranquila, tranquila, respirá, Carlita, respirá que no es tan grave”.
 Después de tanta puteada interna tuve que pedir el ascensor para salir a tomar un aire más fresco, mientras éste llegaba entré nuevamente al departamento a buscar las llaves de calle para después no tener que tocar timbre, asomé la cabeza hacia la cocina, Daniel había prendido el televisor chiquito y se estaba preparando un sándwich de queso, creo, mientras prestaba atención a un programa en esos que los comentaristas hablan como en los programas de chimentos pero sobre los jugadores de fútbol. Salí rápido para que no me haga preguntas, justo estaba llegando el ascensor, subí y me fui.
En la calle hacía un frío de cagarse y yo andaba con la pollera de vestir, una camisita blanca y un saquito del mismo color que la pollera, no me importaba, me gustaba lucir mis trajecitos, aunque eso implicara tener que comerme los mocos húmedos. Caminé tres cuadras, me detuve en una esquina, di media vuelta, frené, di la media vuelta restante y seguí caminando hasta llegar a la plaza Don Patricio, me senté en uno de los bancos y de vuelta los pensamientos e ideas me llegaron como un cargadísimo balde lleno de reproches y preguntas. “No entiendo por qué me hace esto, realmente no entiendo, después de todo lo que me dijo, de todo lo que le confesé…”
 A esa altura la punta de la uña de mi pulgar izquierdo estaba destrozada, mi pierna derecha no paraba de temblar y no lograba pestañar sin que me duelan los ojos.
“Es una pendeja, eso es lo que pasa. Yo lo tendría que haber visto venir, qué idiota que soy, encima haciéndome la cabeza con una pendeja que seguramente me cagó desde el principio”
Tenía que seguir caminando, como si cada espacio que embarraba con mi monólogo interno guardara cada palabra, repitiéndolas hasta volverse insoportables.
“Quiero escucharle la voz ¿Y si la llamo de un locutorio para que no sepa quién es?” Me reía de encontrarme planeando algo tan infantil y desesperado. Llegué a un barcito donde colgaba un cartel de luces rojas y azules que decía “La Petaca”, así le decía yo a ella, lo tomé como una señal y entré, un poco por el frío otro poco porque me estaba meando.
Sé que no es excusa, pero imagínese el estado mental en el que me encontraba en ese momento, usted dirá “Pero lo que hizo es tanto y tanto” ¡Huy que grave! ¡Pero déjeme de joder! Lo quiero ver a usted en mi situación, teniendo que soportar que tal vez el amor de su vida sea una pendeja que le dice que la ama, y usted se confunde porque nunca sintió algo parecido, y  ya ni sabe lo que le gusta, pero después decide correr el riesgo y se mete en una  relación que resultan ser de los mejores 4 meses de su vida, eso sí, a escondidas, sin mencionar que viene soportando 3 años de matrimonio con un imbécil por miedo a lo que se diga, pero dispuesta a dejarlo todo, y que venga ella de un viajecito de sólo 15 días a Brasil diciéndole que no sabe qué le pasa, que está algo confundida, pero después se entera de que en realidad ella se enamoró de un faking brasuca y que tiene planeado irse a vivir con él. Lo quisiera ver a usted con esta gran mochila de sentimientos rotos, donde la cabeza y el pecho no le dan más, lo quiero ver, entrando con frío y los mocos colgando a un barcito, con semejante estrés emocional, y que venga un borracho pajero a tocarle el culo.

De tarde

De tarde, un domingo primaveral fácilmente predecible,
en medio de la ciudad, el silencio es atravesado por el grito de un llanto,
afuera el sol está alto y tibio,
reconozco a mi mamá llorando,
el jardín está cubierto de flores de colores y bichos cosquilleantes,
mi mamá está gritando, mi hermano en su silencio la hace llorar,
en algún parque un chico metió su primer gol,
mi papá, pálido preocupado, emite sonrisas que no le creo,
una compañera del colegio está estrenando un vestido nuevo,
en ese momento mi hermano no sabe si quiere nacer,
a tres cuadras un último beso electrifica una espalda vulnerable,
mi mamá entre sangre y lágrimas saladas exhala por última vez.

Afuera el mundo gira entre sonrisas.

Busco reacciones

Hacerte saltar de disgusto, enfriarte lo nervios, quebrarte los modales,
quemarte de ideas, soltarte desde arriba, morderte el sueño, soplarte el mundo,
caerte despacio, aparecer de prisa, no gustarte nunca, gritarte en la siesta,
abrazarte un lunes, duplicar los besos, malgastar el tiempo, festejar tu huída,
acelerarte el pulso, intentar dejarte, volver bailando, reírme en misa,
hacer silencio un viernes, llorar tus chistes, cantar en el sexo,
no saludar amigos, mirarte fijo, sonreír apenas, pegarle a un viejo, cruzar en rojo,
saltar bajito, correr de espaldas, escribir torcido, terminar con coma,

Definición

Vos y el sexo me saben a tango,
A las cenizas del cigarro que cae, liberando elegantes danzas de humo,
A una copa con vino mordida y sangrando,
Como una rosa manipulando un cuchillo, hermosa y asesina.

Intercambio

Te doy mi cara y me pongo la tuya,
para verme viéndote, y al fin descubrir,
la cara de idiota que me provocas.

Como un pez en el aire

  De alguna idea nueva o pensamiento extraviado, escribir es algo parecido al engendro de alguna literatura. No porque se sienta como el oxígeno que suelo respirar normalmente, sino todo lo contrario.

 Como si de branquias inhalara del mar y sintiera como pez, y despertara sin haber dormido, sin párpados por cerrar, sin terror a ninguna altura, arriba es abajo y mis burbujas saben a sal, a la herida que cierra, a la respuesta que nace, al círculo que se completa, al infinito que sigue.